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No hay que culpabilizar a los que sufren desgracias y a quienes tienen hijos que han obrado mal
El fin de toda educación a todas las edades, también las adultas, es que los hijos (y los padres) obren bien y libremente, por iniciativa propia, por su propia decisión libre, unidos a Dios y movidos por Dios. Desde que se tiene uso de razón y mientras se tiene.
El principio de subsidiaridad, como enseña la Iglesia, es que ninguna entidad o persona superior haga lo que una entidad menor o una persona subordinada puede hacer, sino que éstas hagan todo lo que puedan de bueno con autonomía, que no es con independencia, y que las entidades y personas superiores ayuden supliendo lo que no puedan hacer los inferiores.
Los padres, en la comunidad natural que es la familia, tienen la autoridad, dada por Dios, están designados por Dios, por naturaleza; no los nombra jefe o responsable de la familia una autoridad política o eclesiástica. Y por voluntad de Dios deben ejercer la autoridad que Él les ha conferido. No deben ser suplantados ni marginados por ninguna de esas autoridades en su familia. Ni con el pretexto de culpabilizarles y llamarles fracasados por el hecho de que un hijo haya obrado mal en algún momento, diciendo que esta desgracia evidencia la culpa y el fracaso de sus padres.
Dios en la Biblia enseña que obran mal los que le dicen a Job que sus desgracias son evidencias de sus pecados.
También los padres deben seguir trabajando en conseguir obrar bien y libremente, por iniciativa propia, por propia decisión libre, unidos a Dios y movidos por Dios. Sin que sean suplantados por ninguna autoridad política o eclesiástica.
Este es el fruto actual por la gracia de Dios como inspira el Espíritu Santo. Es inútil decirle al manzano que no se preocupe y que deje de dar manzanas; porque ni se preocupa, ni deja de ocuparse en dar manzanas, por mucho que se le diga. Porque Dios así lo quiere.
Oigamos y leamos el Libro de Job entero y no la versión mutilada y censurada que omite lo principal, que es el veredicto final de Dios en el que condena los discursos que le propinan a Job sus amigos, en los que le culpabilizan de sus desgracias. Jesús enseña de nuevo en el evangelio la verdad ya esbozada en el Libro de Job. Y nosotros debemos discernir siempre, cuando padecemos, en cuál de los dos casos estamos de los que se nos plantea en Jn 15, 1-2:
«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador.
Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo arranca, y todo el que da fruto, lo poda, para que dé más fruto».
Sí; hay que sufrir. Esta es la verdad de la vida que se aprende cuando se es mayorcito para haberlo aprendido, con muchos o pocos años.
Aunque no se nos predique esto y se nos enseñe un cristianismo dulcito y blandito, Jesús sí que nos lo dejó dicho en el evangelio.
Se trata, pues, en la vida, de sufrir o sufrir. O sufrir sin felicidad por no cumplir la voluntad de Dios, o sufrir con felicidad por cumplir la voluntad de Dios. Y gozar después de Dios en el cielo.
La elección en esta vida no es entre sufrir y no sufrir. Esto último no existe. Dios sí existe. Se trata de que aceptemos ya el bien que Él nos quiere dar en la vida futura. Que lo aceptemos ahora que estamos a tiempo. La elección es entre querer ahora la voluntad de Dios, con los padecimientos que ahora nos cueste, para tener la felicidad total de Dios en la vida futura, o bien buscar ahora otras cosas, ir quedando insatisfechos y sufrir ahora bastante, que siempre es demasiado, y del todo en la vida futura. Además, cuando no se hace la voluntad de Dios, incluso el bien que se disfruta no hace feliz; y en cambio lo que se sufre haciendo la voluntad de Dios en esta vida no impide ser feliz ya. Sobre todo lo que se hace por los demás, cosa que han podido comprobar los que han sido generosos.
El propio Job compartía la creencia de que las desgracias nos sobrevienen siempre como castigo de Dios por nuestros pecados. Por eso se quejaba amargamente a Dios e incluso despotricaba sobrepasando todo límite por las desgracias que le habían sobrevenido siendo así que él era un varón justo, no un pecador.
Jesús desmiente esa generalizada creencia no sólo en enseñanzas como la citada que recoge el evangelio de san Juan (15, 1-2), sino con su vida, pasión y muerte en medio de los mayores padecimientos físicos, morales y espirituales, siendo así que Él era inocente, justo y la santidad misma.
Nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica, en la misa del día 18 de febrero de 2021, pone la lectura de Deuteronomio 30,15-20 y del Salmo 1,1-6 y a continuación la del evangelio de san Lucas 9,22-25. En las dos primeras aparecen como recompensa toda clase de bienes para los que cumplen los mandamientos de Dios, Nuestro Señor. La distorsión de estos textos en la enseñanza de algunos rabinos llegó a ser la creencia generalizada en Israel de que los males o desgracias que padecen algunos es por culpa de los pecados cometidos por ellos o por sus padres (Jn 9,1-2; Ex 20,5).
En la lectura de ese evangelio, Jesús, el Verbo hecho carne, nos presenta el anuncio y la profecía de sus padecimientos y de su muerte; junto con la enseñanza de que seguirle a Él es negarse a sí mismo y cargar la cruz; y de que perder la vida por Él es salvarla, mientras que querer salvar la vida conduce a perderla.
Lectura del libro del Deuteronomio 30, 15-20
Moisés habló al pueblo, diciendo:
«Mira: hoy pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el
mal. Pues yo te mando hoy amar al Señor, tu Dios, seguir sus
caminos, observar sus preceptos, mandatos y decretos, y
así vivirás y crecerás y el Señor, tu Dios, te bendecirá
en la tierra donde vas a entrar para poseerla.
Pero, si tu corazón se aparta y no escuchas, si te dejas
arrastrar y te postras ante otros dioses y les sirves, yo os
declaro hoy que moriréis sin remedio; no
duraréis mucho en la tierra adonde tú vas a entrar
para tomarla en posesión una vez pasado el Jordán.
Hoy cito como testigos contra vosotros al cielo y a la tierra.
Pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la
maldición. Elige la vida, para que viváis tú y tu
descendencia, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz,
adhiriéndote a Él, pues Él es tu vida y tus muchos años en la
tierra que juró dar a tus padres, Abrahán, Isaac y Jacob».
SALMO RESPONSORIAL 1, 1-2. 3. 4 y 6
R. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos,
ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la
reunión de los cínicos;
sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y
noche. R.
Será como un árbol plantado al borde de la acequia:
da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas;
y cuanto emprende tiene buen fin. R.
No así los impíos, no así;
serán paja que arrebata el viento.
Porque el Señor protege el camino de los justos,
pero el camino de los impíos acaba mal. R.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9,22-25
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser
desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser
ejecutado y resucitar al tercer día».
Entonces decía a todos:
«Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo,
tome su cruz cada día y me siga. Pues el
que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida
por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a
uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?».
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Dios elimina nuestros pecados y hace que nuestra alma quede y sea como nueva
Jesús es de verdad y del todo el cordero de Dios que quita los pecados.
Dios no sólo perdona nuestros pecados, sino que su misericordia es aún mayor. Al perdonarnos por la sangre de Jesús, hace como si nuestros pecados nunca hubieran existido; es como si olvidase nuestros pecados.
El demonio en cambio siempre está recordando nuestros pecados y culpabilizándonos de ellos.
Es el acusador que está permanentemente acusándonos ante Dios.
Nos culpabiliza incluso de nuestras tendencias y hasta de nuestras tentaciones.
Lo mismo hacen los que san Juan Pablo II denominaba "maestros de la sospecha". Estos nos culpabilizan hasta de lo aberrante que dicen que tenemos en el subconsciente y de los intereses egoístas que dicen que nos arrastran inevitablemente por tener un nivel económico u otro y pertenecer como consecuencia forzosa, según ellos, a una clase u otra.
Hay muchos acusadores más pequeños, además de los ideólogos aludidos por el santo Papa. Son los que nos culpabilizan por el pasado por remoto que sea y por removido que haya sido. Incluso por hechos de los antepasados. "¿Quién pecó?, ¿éste o sus padres?", le decían ya a Jesús.
Y hasta exigen que pidamos perdón colectivamente por hechos de generaciones de otros siglos.
Que les pidamos perdón a ellos. Se suben al carro de los supuestamente damnificados hace siglos y exigen que les pidamos perdón a ellos los que no nos subimos aún a ese carro.
Es también la agresión del victimismo.
Olvidan o ignoran lo que les dijo José, hijo de Jacob, a sus hermanos cuando le pidieron perdón por haberle vendido como esclavo:
"José les respondió: «No temáis ¿soy yo acaso Dios?»". (Gen 49,19).
Es que de eso se trata desde el principio, cuando el demonio no se sometió. Y todo el que hace su voluntad propia, en vez de la de Dios, suplanta a Dios.
En todo protestantismo, y hasta en su influencia sobre el anglicanismo, queda la huella de la idea de Lutero de que el pecador, aunque se convierta, sigue siendo pecador, pero que si tiene fe, Dios no tiene en cuenta su pecado, sino que ve al pecador recubierto por los méritos de Cristo que Dios le atribuye y a los que mira, si el pecador tiene fe. Como un montón de estiércol recubierto por una nevada, dice Lutero. El estiércol sigue ahí, pero lo que se ve es todo blanco por la blancura de la nieve, que es lo que miramos.
Lutero acusaba a la Iglesia de que creía que los pecados se quitaban por las obras humanas.
En realidad la Iglesia católica enseña que es la gracia de Dios lo que salva y que la misericordia de Dios es aún mucho más todopoderosa de lo que se creía Lutero, porque no sólo encubre al pecador, sino que le quita el pecado, lo sana. El hombre no es estiércol por mucho que se haya manchado en el estiércol; y queda limpio y sano por la gracia y, por lo tanto, capacitado para hacer obras buenas y no abocado a seguir pecando. Y así le son exigibles las buenas obras y es responsable, porque es libre. Ha quedado liberado. Ya no es un pecador. Y es como si nunca lo hubiera sido.
San Juan Pablo II define la libertad como la liberación de las coacciones del mal.
A Chesterton lo que al final le decidió a hacerse católico fue precisamente que en la Iglesia católica se enseña que los pecados son quitados, eliminados, destruidos, ya no existen.
Hay una especie de parábola que expresa esto.
Un niño le contó a un misionero que Jesús se le aparecía en la selva. El sacerdote no se lo creía; pedía alguna prueba. Y se le ocurrió decirle al niño:
--Ve a la selva y cuando se te aparezca Jesús le preguntas de mi parte de qué pecados me he confesado yo en mi última confesión.
El niño fue enseguida muy obediente a la selva a cumplir el encargo.
Regresó diciendo que había vuelto a ver a Jesús; y el misionero le interrogó:
--¿Le preguntaste de qué pecados me confesé yo en mi última confesión?
--Sí y me respondió: "No los recuerdo".
Ante lo cual el sacerdote cayó de rodillas y le dio gracias a Dios por su misericordia.
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Hoy se ven acusados muchos: como aquella vez hiciste aquello...
Quien así acusa no se da cuenta de que está reconociendo que no hay nada reprobable desde "aquella vez" en el acusado. Pero sobre todo demuestra que la "justicia" humana es muy diferente de la justicia divina, la cual refleja lo que nos hemos merecido por nuestros pecados contra Dios, pero que, si hemos conseguido por la gracia divina misericordiosa el perdón, cancela del todo aquella culpa y deja sin objeto la acusación sobre lo cometido "aquella vez". Ya no existe, ya no ha lugar a mencionarlo, aunque lo quiera el demonio y cualquier acusador que le secunde. Ya no se puede decir a nadie al que Dios ha perdonado su pecado borrándolo del todo: "como hiciste aquello aquella vez..." Dios ha hecho que no exista aquel hecho aquella vez.
Esta es la realidad verdadera.